8 de junio de 2008

Mi cara de buena.

Creo recordar que alguna vez os he hablado de que soy como una especie de imán andante para los testigos de Jehová, las señoras que te quieren salvar del demonio ("¡la juventud de hoy en día es la reencarnación de Satanás!") y todo tipo de personajes que "atacan" a la gente por la calle... y es curioso, porque es algo que no termino de comprender.
Por lo general estoy en mi mundo: soy capaz de ir por la calle totalmente abstraída, pensando en mis cosas y no enterarme de nada de lo que ocurre a mi alrededor (todavía no sé por qué nunca me ha atropellado en un coche); es herencia paterna, porque mi aita es igualito. Una vez bajó a buscarme en unos Carnavales porque me había "perdido"; bueno, pues se cruzó conmigo (y vuelvo a repetir que me estaba buscando) y no me vio (¿te acuerdas de ese día, aita?).
Y el otro día me volvió a pasar... al salir del médico. Iba cargada con una caja bastante grande, un libro de 600 páginas, una bolsa llena de cosas de la farmacia (lugar donde me confundieron con un comercial de cremas para el cuerpo... pero esa es otra historia) y un montón de papeles más. Todo esto lo llevaba en el brazo bueno claro, porque el malo es bastante inútil y más a la hora de cargar pesos. La cuestión es que, frente a mi, había un taxi parado con una señora de unos 800 años delante de él. Estaba hecha un cromo, la verdad. Parecía a punto de sufrir un infarto o algo peor. Y, por supuesto, a pesar de que había gente a mi alrededor y que estábamos a la puerta de un ambulatorio lleno de celadores... ¿a quién se le quedó mirando? ¡¡¡a mí!!, ¡¡cómo no!! Empezó a balbucear contra la seguridad social porque no le ponían una ambulancia para ir al médico y, aprovechando que estaba bastante apabullada por la situación... ahí que se me colgó del brazo malo para que la ayudase a subir unas 30 escaleras.
Y no, no fue un gran plan. Porque cargar con un sólo brazo unos 8 kilos de cosas ya es una tarea bastante poco agradable, pero que además una viejecilla se cuelgue de mi brazo malo y haga fuerza en él cada vez que subía un escalón, fue de todo menos divertido.
Pero ahí estaba yo, a modo de bastón humano, esquivando a la gente que bajaba a toda velocidad para que no empujasen a mi nueva "amiga" (y a mí con ella, que tonta no soy) y dándole las gracias a una celador que me abrió al puerta... ¡¡manda huevos!!
Conseguí dejarla sentada en una silla (y sentarla fue complicado, muy complicado) y, tras explicarle en 300 idiomas que tenía que irme y que no podía quedarme con ella toda la mañana, salí despavorida, no sin antes tener que aguantar que el celador que "tan amablemente" me había abierto la puerta me dijera "¡pensé que venía con ella!, sino la hubiese ayudado a subir!".
Y es que estas cosas sólo me pasan a mí, porque estoy convencida de que si pongo un circo no sólo me crecen los enanos, sino que las pulgas se fugan con los elefantes, los acróbatas se parten la crisma y los payasos pillan una depresión.

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